Salimos a caminar y no podemos contener el impulso de detenernos y agacharnos para recoger esa cosa que está en el suelo y nos ha llamado la atención.
El brillo de una moneda, el papel que sugiere ser un billete, una tuerca, una arandela que bien puede ser un anillo o una candonga.
Recogemos cosas en el camino. Algunas simplemente las analizamos y deducimos qué son, qué fueron, de qué eran y, si no nos interesan, las descartamos tirándolas a una caneca o dejándolas en algún lugar de la calle, en un resquicio del mobiliario urbano, con la idea de que alguien más la verá, la recogerá y evaluará su significado y potencial, para conservarla o volver a descartarla.
Los objetos perdidos que encontramos a veces nos narran historias de dichas y desdichas. Como cuando levantamos del piso un juguete que fue motivo de alegría de un niño que pasó horas jugando con él y su imaginación, pero que probablemente también fue motivo de gran tristeza cuando lo perdió y quedó abandonado a su suerte en el pavimiento.
Conservamos aquello a lo que le asignamos valor, ya sea monetario o de potencial monetario, o bien, un valor que va más allá de las monedas, como su valía estética o el de nuestra empatía con quien alguna vez lo atesoró y lo perdió.
Les ofrecemos un refugio y nos lo agradecen con su presencia, adorno y compañía.

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