No lo buscó. Simplemente apareció —como aparecen las cosas que el vacío invoca sin palabras.
Él se había marchado sin decir adiós, y en ese silencio ella sintió por primera vez que la soledad tenía cuerpo, respiración y horario.
Entonces llegó el otro. El interino.
No trajo promesas, sino presencia.
Y eso bastó. Bastó para que ella respirara, para que el orgullo se confundiera con alivio y el deseo con libertad.
No fue amor. Fue una anestesia.
Una forma de llenar el hueco que él había dejado al irse convencido de que ella era narcisista, incapaz de amar más allá de sí misma.
Ella, herida por ese juicio, necesitaba demostrar —aunque fuera a través de otro cuerpo— que aún podía ser deseada, elegida, importante.
Así empezó esa historia sin principio, hecha de mensajes cortos, citas improvisadas y silencios que se parecían demasiado al olvido.
El interino no fue culpable de nada.
Fue apenas el espejo donde ella quiso verse viva otra vez.
Y mientras tanto, él —el verdadero— intentaba convencerse de que la distancia lo curaría, que el amor no correspondido se extingue cuando se deja de alimentar.
Pero no se extinguió.
Ni los meses, ni las distracciones, ni su propio intento de seguir adelante borraron del todo el recuerdo de ella.
Solo lograron cubrirlo con una capa fina de razón, que se quebró apenas volvió a verla.
Cuando ella regresó, traía una ternura cansada, una necesidad urgente de ser perdonada.
Dijo que lo del interino había sido un error, una confusión, una forma torpe de sobrevivir.
Y él quiso creerle. Quiso pensar que todo podía recomenzar si el amor era más fuerte que la herida.
Pero algo en ella había cambiado.
Su voz ya no temblaba, sus ausencias eran más largas, su afecto más dosificado.
Era libre, sí, pero también más distante.
El interino la había hecho consciente de su poder: ya no necesitaba ser salvada.
Él, en cambio, seguía dividido entre el deseo de recuperarla y el peso de sus sospechas.
Sabía —porque lo sentía— que ella no había sido completamente suya ni cuando estaba con él.
Sabía también que esa intuición no era paranoia, sino la percepción de alguien demasiado sensible, demasiado atento a las grietas invisibles.
Y así, entre los restos de la reconciliación y las sombras del interino, el amor se volvió una discusión interminable sobre respeto, control, distancia y culpa.
Hasta que un día, sin gritos ni reproches, se sentaron frente a frente en un café y comprendieron que ya no hablaban desde el amor, sino desde la memoria del amor.
Ella lo miró con ternura y le dijo que lo adoraba.
Él sonrió apenas, con esa lucidez que da el dolor, y entendió que la adoración era la forma más dulce de decir adiós.
Porque lo que un día los unió —esa mezcla de deseo, salvación y miedo— ya no existía.
Solo quedaban las ruinas.
Y entre ellas, el interino:
no como un hombre, sino como un símbolo.
El recordatorio de que a veces el amor se interrumpe no por falta de sentimientos, sino por exceso de heridas.

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