Es difícil aceptar la muerte de un ser querido, y es más difícil asimilar que quien te dio la vida, te nutrió, te vistió y te educó se marche para no volver jamás.
El impacto puede ser tenaz si la desaparición es repentina, no esperada, inexplicable. O el dolor de la partida puede prolongarse en una larga y sufrida despedida.
La edad que tengamos cuando alguno de nuestros padres deja este plano terrenal, «nos abandona», también influye en la calidad de nuestro duelo. Podemos ser pequeños y asumir rápidamente ese vacío con la compensación que harán los mayores brindándote aquello que ya no disfrutarás de esa persona que se ha ido.
Si estamos en la adolescencia o en la temprana juventud, estaremos desconcertados y angustiados porque sentiremos que se nos viene un mundo de responsabilidades que antes recaían exclusivamente en la cabeza del hogar que ya no está.
Y si es en nuestra edad adulta e independencia financiera cuando se marchan, el dolor es íntimo e introspectivo, es un dolor que se mezcla con todo aquello que caracterizó nuestra relación con quien se ha ido, donde surgen nostalgias profundas, resentimientos y arrepentimientos, entro otros de la mezcolanza inmensa de sentimientos que pueden aclarar o nublar nuestra visión de la realidad y nuestro recuerdo.
Cuando los padres mueren, nacen en nosotros las certezas.

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