Una noche cualquiera de un sábado cualquiera en una ciudad lluviosa y caminando sin rumbo fijo, llenando el tiempo viendo pasar la gente, entramos a un centro comercial para guarecernos de la lluvia y, justo al entrar, nos topamos con una familia conocida.
Podemos encontrarnos con gente que hemos visto alguna vez y nos reconocen, con amigos de otras amistades, con el vecino del piso, con cualquier persona que hayamos conocido y que al cruzarnos haya un inmediato chispazo de identificación y un impulso momentáneo de hacer un gesto, decir «hola», brincar de la alegría, abrazarse o abrir incrédulos los ojos con el sorprendente encuentro.
Encontrarse con toda una familia, una madre, una hija y dos nietos puede producir sorpresa, si, por ejemplo, esa familia es familia porque quien los encuentra –uno más de la muchedumbre que circula por los pasillos del centro comercial– fue el responsable de que esa hija y esos nietos caminen juntos con su madre y con su abuela, después de haber visto una película, rumbo al supermercado para comprar los víveres que necesitarán para sus cenas, desayunos, almuerzos y meriendas familiares de todos los días.
Es claro que esa familia se ha topado con el padre no padre, marido no marido, abuelo no abuelo, aquel que no comparte sus espacios cotidianos.
Saludaron a un extraño conocido que andaba guareciéndose de una llovizna pertinaz antes de seguir su rumbo a su hogar no hogar.

Deja un comentario